La Odisea de la educación virtual

Jun 1, 2020 | Últimas Noticias

Para niños y adolescentes, «estar conectados» es sinónimo de socializar o divertirse. El uso de Internet para fines educativos no constituye la motivación principal ni la inclinación espontánea

Ulises sabía lo que hacía cuando pidió a su tripulación que lo ate al mástil de su embarcación. No quería ser hechizado por el canto de las sirenas y arrojarse al mar, lo que hubiera significado el fin de su regreso hacia su Ítaca natal desde las lejanas tierras de Troya.

La decisión de Ulises revela a la vez su inteligencia y su humildad. Conocía bien el desafío al que se enfrentaba. Al mismo tiempo era consciente de sus limitaciones y suficientemente maduro como para aceptarlas.

Aunque resulte curioso, la educación virtual me recuerda a esta epopeya. El niño o adolescente que se embarca en la aventura de aprender a través de Internet, navega en un océano repleto de encantos.

Hace exactamente 20 años desarrollé una investigación sobre el uso de Internet entre adolescentes. Con conexiones incipientes y lentas, el 93% de los 500 adolescentes encuestados mencionó el “intercambio social” como motivación principal de su navegación. Apenas el 25% vinculó la herramienta con usos educativos.

Aunque la proporción del uso educativo pareciera haber aumentado, la situación no parece haber variado tanto en este punto. En un país como la Argentina, que cuenta con más líneas activas que habitantes, el 93% se define como usuario activo de Internet y el 76%, como usuario activo de redes sociales, según la consultora We Are Social (2019).

El informe de Niños en un mundo digital publicado por Unicef en 2017 destacó que los jóvenes de 15 a 24 años son el grupo más conectado; y que los niños y adolescentes menores de 18 años representan aproximadamente uno de cada tres usuarios de Internet en todo el mundo.

En el nivel local, el informe “Chicos conectados” de esta misma organización, indicaba que 8 de cada 10 adolescentes conectados son usuarios habituales de Whatsapp y 96 de cada 100, de redes sociales. Algo más austero, el informe “Los jóvenes y los consumos culturales” (SINCA, 2017) reveló que los intercambios en redes sociales constituyen la principal actividad para el 75% de los jóvenes.

Los datos podrán estar más o menos actualizados o alineados, pero no hacen más que confirmar una percepción generalizada: para niños y adolescentes, “estar conectados” es sinónimo de socializar o divertirse. El uso de Internet para fines educativos no constituye la motivación principal ni la inclinación espontánea.

Esto tiene gran impacto en el marco actual de la cuarentena y la masificación de la educación virtual. En ciertos contextos y edades, proponer actividades de aprendizaje virtual es como invitar a un grupo de chicos a salir al patio, darles una pelota y pedirles que calculen su circunferencia. Se requerirá de todo el aplomo y el oficio del docente para refrenar la tentación de hacerla rodar.

El problema sobreañadido es que, en contextos de virtualidad y en las actuales condiciones de la tecnología, ni el docente más experimentado puede saber si un alumno está verdaderamente atento o si ha sido “hechizado” por sirenas virtuales. Cuando estamos conectados, las distracciones no sólo están a la mano; de hecho, nos invaden, incluso cuando nos empeñamos en evitarlas.

En el mercado tecnológico ya existen algunos dispositivos capaces de comprobar la real presencia física del alumno mediante parámetros biométricos. Aún son costosos y poco funcionales pero es posible que el futuro nos sorprenda con su masificación y sofisticación al punto de hacerlos capaces de detectar y medir niveles de atención. Dado el caso de que así suceda, cabe preguntarse si ese es el camino más adecuado para combatir el problema de la distracción en la enseñanza virtual.

Una mejor estrategia parece residir en la emulación: lograr que las propuestas educativas se vuelvan tan atractivas como para rivalizar con los cantos de sirenas. Por supuesto, hay docentes que lo logran sin otro recurso que su elocuencia y sabiduría. Son pocos y merecen nuestra admiración. Hay otros que echan mano de la tecnología para diseñar propuestas pedagógicas lúdicas, y lo logran con ingenio y maestría.

El camino de la emulación es positivo, pero no debe opacar un desafío más profundo e importante. La madurez exige desarrollar capacidades de atención voluntaria. Ella es necesaria no sólo para superar desafíos arduos, sino también para incrementar y perfeccionar nuestra capacidad de gozo.

Por eso, desde la educación inicial se promueven hábitos de auto-regulación y auto-motivación. Ellos resultarán indispensables para todo el resto de la escolaridad, de la formación superior, y – por supuesto- de la vida adulta en general. Un alumno auto-regulado sabe superar la distracción con o sin ayuda de cuerdas.

Ahora bien, si Ulises pidió que lo amarraran al mástil, lo hizo porque ansiaba un bien mucho mayor que el que podían ofrecerle las sirenas: deseaba llegar a su hogar para echarse en los brazos de Penélope. Fue el deseo de ese bien el que despertó su voluntad de atarse. Cuando la autodisciplina se arraiga en motivaciones profundas, entonces su ejercicio es enérgico y estimulante. Cuando se vuelve un fin en sí misma, suele degenerar en voluntarismo raquítico, de escaso impacto y corta vida.

No hay mejor antídoto contra los hechizos de la virtualidad que el deseo profundo de saber y aprender. Lo cierto es que nuestra cultura, y especialmente en el contexto argentino, esta no parece ser la inclinación dominante. Nos interesa aprobar, no necesariamente aprender.

Hoy nuestros hijos y alumnos son como Ulises. Y nosotros, los adultos, somos parte de la tripulación que navega con ellos en esta Odisea educativa. Si Ulises fuera un niño o un adolescente argentino del siglo XXI y tuviera una dispositivo con conexión, ¿navegaría sin ataduras? Y nosotros: ¿qué tipo de tripulación queremos ser?

Doctor en Filosofía de la Universidad de Navarra, Lic. en Administración y Gestión Educativa por la UNSAM y profesor de la Universidad Austral

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